
Aquella noche no hubo principio ni fin, sino que al igual que muchos pocos hacen un mucho, el hombre interiorizó su mirada, plegó el corazón, apretó los dientes, y como buen matemático calculó y descalculó emprendiendo las cuentas más duras de su existencia. Nadie supo como fue ni con qué cuchillo se amputó para dejar paso al aplomo frío y maquiavélico de todo el anticristo junto, porque ella, su hija, poseída por el síndrome de estocolmo, disculpaba y justificaba la actitud de su pareja alegando enfermedad o esquizofrenia.
Pero al igual que la mentira amontonada esconde las puertas de la luz invadiendo la negrura hasta el último rincón de la carne, él, carcomido de furia e indignado se dispuso a salvarla transfigurado en el más ingenuo de los seres, preguntó y preguntó a su hija, y ésta, al expresa por su boca las broncas, los insultos, las palizas padecidas… tomó conciencia, y temerosa, descubrió que se sumaba a su padre apostando por la vida.
©Inma Valdivia