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viernes, 2 de febrero de 2007

La Jazminera del Polichinela.

A Rosario La Paparrá. (Jazminera)


En el cuarto que hay después de cruzar el patio del limonero, la jazminera se sentó en el filo de la cama esperando la visita de los niños de Ángela que todas las noches le llevaban la cena. El agua caía de los las tejas enfriando la noche y en la habitación sin ventana, la penumbra rota por la lámpara de aceite caprichosamente volteó su sombra en el techo a modo de humo negro, de crepúsculo encogido o alargado al antojo de la llama. Cuatro años llevaba la mujer sin salir de dormitorio, porque aunque era la dueña de la vivienda, en otro tiempo la escrituró a nombre de la familia que vivía con ella a cambio de que la cuidaran cuando enfermara, pero el tiempo que pone las cosas en su sitio y muestra la condición de las personas, le desveló (demasiado tarde) que aquella gente no sólo la ignoraba, sino que aprovechando que quedó ciega la dejó vivir en el trastero que hay después de cruzar el patio del limonero, al fondo de la casa, y donde ahora, el aire tenía ese olor rancio, apergaminado que desprenden los muros solitarios habitados por ancianos. La Jazminera escuchaba el gorgoteo del agua pensando que Ángela, sin recibir nada, nunca la abandonaba, y aunque la noche no estaba para que los niños anduviesen por las calles oscuras y embarradas, ¿quién sabe? los mismo la gente de la casa no los dejaron pasar. Entonces la Jazminera sintió que el frío y la humedad hacían estragos en sus huesos y terminó por acostarse.


Nunca se quejó de su ceguera, pero esa noche más que nunca, añoró los veranos en que sus ojos se deleitaban con la vida de las horas de la siesta, el sol se escondía tras la tapia y ella, sentada en el corral y al resguardo de la buganvilla ensartaba los jazmines en ganzúas, uno tras otros, como un rito de aretes blancos dispuestos para venderlos por las calles y en la puerta de la Iglesia de San Pedro; por el contrario, cuando la cosecha escaseaba acariciaba la fronda rebuscando los jazmines más tiernos y cerrados mientras que con la otra mano, agarrando el delantal a manera de talega pensaba “Pasado mañana no tendré delantal suficiente para tanto jazmín en su punto”. ¡Tengo que comprar horquillas!”


Las latas de geranios se asomaron salpicando el ambiente y de la tierra subió ese bochorno que asfixia las manos y adormece el pensamiento.



Ole catapún, catapera,


Polichinela,


Ole catapúm, catapún,


arsa p`arriba Poli-chinela



Entonaba La Jazminera con la cesta en el suelo casi vacía de aretes, subiendo y bajando el lazo de aquel muñeco que colgaba por el cuello y que le llevaban todas las tardes los hijos de Ángela festejando su llegada:



Ole catapún- catapún,


pun candela, arsa con gracia


Pulí-chinela,



El camión de riego levantaba de la calle sabor a tierra mojada, y al reclamo incansable de los niños, La Jazminera seguía recitando su canción como artilugio de mentiras y verdades mientras qué Ángela, se colocaba su arete de jazmines en el pelo:



Ole catapún catapún


pun candela


Ole catapún- catapún


Qué te quiero ver


Como los muñecos


del pin-pan-pun




Y al arrullo del Polichinela, La Jazminera desvalida se hundió en el colchón. Los niños cruzaban con la cena, el patio del limonero, el aguacero arreciaba, y cómo en un atardecer lánguido de tiovivo de feria vieron los jazmines flotando por el aire. Las paredes olían a geranios, y ellos creyeron que la ciega, con los ojos clavados en el techo, esbozaba la sonrisa de otro tiempo, y placentera.


©Inma Valdivia